¿Os imagináis que fuerais clientes habituales de una empresa o de una marca que tuviera por costumbre haceros de menos cada vez que compráis alguno de sus productos? ¿Qué os parecería tener que recibir por parte de quien se va beneficiar de vuestra compra un reproche velado?
Pues eso me viene ocurriendo desde que era un niño. Me recuerdo yendo de la mano de mi madre a comprar ropa y, ya de vuelta en casa, la recuerdo a ella, que era costurera en sus ratos libres, entregada a coser las bajeras de mis pantalones.
Así ha sido durante toda mi vida. Así hasta ahora: mi madre ya es mayor y no está para estas tareas. Por tanto, tengo que ir a alguna tienda para que me hagan ese servicio.
Ayer me compré unos pantalones en un centro comercial y al salir de la tienda me entretuve pensando en todo esto, en lo tedioso que resulta no poder ponérmelos recién comprados: me quedan bien de cintura, pero demasiado largos de tiro. No ha habido ni una sola vez en la que unos pantalones me quedaran bien de largo. Ni una. Siempre me sobran tres centímetros. Llevo medio siglo sufriendo esta tiranía.
Y cómo duele. Porque si fuera tres centímetros más alto, no habría el menor problema. Podría comprarme unos pantalones y llevármelos puestos. ¡Oh, cómo será esa experiencia! Por desgracia, sigo necesitando la intervención de un tercero para poder vestirlos. Alguien que, tijeras, aguja e hilo en mano, consiga suplir mis deficiencias físicas.
¿En qué momento decidieron los fabricantes de pantalones que yo debería medir tres centímetros más? Si no tengo el menor problema para encontrar unos que se ajusten a mi cintura, ¿por qué me resulta imposible encontrar unos que, además, se ajusten a la longitud de mis piernas?
Los fabricantes de pantalones me echan en cara, al menos una vez al año, que soy paticorto para sus patrones de perfección. Y hasta ahora, con la ayuda de mi santa madre, no le había dado importancia al asunto. Pero resulta que uno se hace mayor y se vuelve picajoso, y lo que antes acusaba como obligada servidumbre ahora acaba por irritarme.
¿Dónde está escrito que yo debería medir tres centímetros más? Tal vez no dé la talla para jugar en los Angeles Lakers, pero soy tres centímetros más alto que Bruce Lee, cinco más que Leo Messi, siete más que Diego Armando Maradona, diez más que Van Morrison, dieciocho más que Cristina Aguilera y treinta más que Camille Verhoeven, el personaje de las novelas del escritor francés Pierre Lemaitre.
Mido lo mismo que Paul Newman, lo mismo que Justin Bieber, lo mismo que Jackie Chan. Debería ser suficiente, ¿no?
Pues no. Los fabricantes de pantalones decidieron en algún momento y en algún lugar que mis medidas son deficientes. No soy su tipo: me faltan tres centímetros.
Esto, claro, ha provocado en mí un complejo de inferioridad que llevo arrastrando desde que iba al cole. Seguramente, mientras veía cómo mi madre cosía mis pantalones, mi subconsciente no dejaba de bombardear, insultándome, recordándome que me faltan tres centímetros para ser alguien en la vida.
Los fabricantes de pantalones tienen la culpa de todo. De mis vacilaciones, de mi falta de autoestima, de mis decisiones erróneas, de mis complejos, de mis fracasos. Si no soy un hombre hecho a mí mismo, un hombre de éxito, un hombre que acoge con los brazos abiertos el nuevo día, es por culpa de ellos. A mí me faltan tres centímetros, pero es peor lo suyo: les falta humanidad.
Si hicieran pantalones adecuados para mí, si se ahorraran insultarme rebajas tras rebajas, si no me enviaran a la repesca cada vez que compro esta prenda, me hubiera ahorrado todos estos años de navegar a deriva, de pensar que no era suficiente, de aceptar con resignación mis deficiencias.
Si yo fuera tres centímetros más alto, no le habría dado tanto trabajo a mi madre.
No le hubiera dado tantos “motivos” a mi subconsciente.
No hubiera malgastado mis energías escribiendo esta larga queja.
No hay que darle más vueltas: los fabricantes de pantalones me han robado los mejores años de mi vida.
Pero no pierdo la esperanza: antes o después acabaré encontrando los pantalones perfectos, de alto y de ancho, unos que se ajusten a mis hechuras, sin criticarme, sin hacerme de menos. Y ese día, sí, ese día luminoso en que encuentre a mi media naranja en forma de jeans, nacerá un nuevo hombre.
El hombre desinhibido y feliz que nunca he podido ser por culpa de los fabricantes de pantalones.
Francisco Rodríguez Criado es escritor y corrector de estilo
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