Este cuento de tradición popular, bien sea con el título de «El traje nuevo del emperador» o «El cuento del rey desnudo» (y otro similar) fue recogido por Hans Christian Andersen y publicado en 1837 en el libro Eventyr, Fortalte for Børn (Cuentos de hadas contados para niños).
Prueba de la calidad del cuento es que aún hoy, tanto tiempo después, sigue igual de vigente que cuando fue publicado por primera vez.
Aunque ya conoceréis el cuento «El traje nuevo del emperador», leerlo nuevamente será un placer.
Cuento: El traje nuevo del emperador
Hasta la misma persona de un rey, llegaron dos charlatanes que se decían a sí mismos sastres o tejedores. Afirmaban que eran capaces de elaborar las mejores telas, los mejores vestidos y las mejores capas que ojos humanos pudieran haber visto, sólo exigían que se les entregase el dinero necesario para comprar las telas, los bordados, los hilos de oro y todo lo necesario para su confección.
Ahora bien, dejaban bien entendido que tales obras sólo era posible verlo por aquellas personas que realmente fueran hijos de quienes todos creían que era su padre, y solamente aquellas personas cuyos padres no eran tales no serían capaces de ver la prenda.
Admirose el rey de tan maravillosa cualidad y otorgó a los charlatanes todo aquello que estos solicitaban. Estos, encerrados en una habitación bajo llave, simulaban trabajar en confeccionar ricas telas con las que hacer un traje para el rey, y que este pudiera lucirlo en las fiestas que se acercaban.
Curioso el rey de saber cómo iba su vestimenta, envió a dos de sus criados a comprobar cómo iban los trabajos; pero cuál fue la sorpresa de estos cuando, a pesar de ver cómo los pícaros hacían como que trabajaban y se afanaban en su quehacer, estos no podían ver el traje ni las telas. Obviamente supusieron ambos que no lo podían ver porque realmente aquellas personas que ellos creían sus padres no lo eran y, avergonzados de ello, ni el uno ni el otro comentaron nada al respecto y cuando fueron a dar explicaciones al rey se deshicieron en loas y parabienes para con el trabajo de los pícaros.
Llegado el momento en que el vestido estuvo terminado, el rey fue a probárselo pero al igual que sus criados no conseguía ver el traje, por lo que obviamente cayó en el mismo error en que ya habían caído sus criados y, a pesar de no ver vestido alguno, hizo como si se probase el vestido alabando la delicadeza y belleza del vestido. Los cortesanos que acompañaban al rey presa de la misma alucinación también se deshicieron en alabanzas con el vestido a pesar de que ninguno de ellos era capaz de ver el vestido. Y es que conocedores todos de la cualidad del mismo, de que solo aquellos que fueran hijos verdaderos de los que creían sus padres, solamente ellos serían capaces de contemplar el vestido, y no queriendo nadie reconocer tal afrenta todos callaron y todos afirmaron, desde el rey hasta el último de los criados.
Llegado el día de la fiesta, el rey se vistió con el supuesto vestido y montado en su caballo salió en procesión por las calles de la villa. La gente, también conocedora de la rara cualidad que tenía el vestido, callaba y veía pasar a su rey, hasta que un pobre niño de corta edad, inocente donde los haya, dijo en voz alta y clara: “El rey va desnudo».
Tal grito pareció remover las conciencias de todos aquellos que presenciaban el desfile, primero con murmullos y luego a voz en grito todos empezaron a chismorrear «el rey va desnudo», «el rey va desnudo»; los cortesanos del rey y el mismo rey se dieron pronto cuenta del engaño, y que el rey realmente iba desnudo.
Cuando fueron a buscar a los pícaros al castillo, estos habían desaparecido con todo el dinero, joyas, oro, plata y sedas que les había sido entregado para confeccionar el vestido del rey. El engaño había surtido efecto y el rey iba desnudo.
De este cuento podemos deducir varias moralejas: una de ellas la inocencia de los niños, que como se suele decir siempre dicen la verdad, y de otra que no por el hecho de que una mentira sea aceptada por muchos tenga que ser cierta.